Columna del Director del Instituto de Salud Pública de la UNAB,Héctor Sánchez, en Diario La Tercera
LA REFORMA del 2005 es un gran avance en el sistema de salud, ya que establece garantías explícitas exigibles para patologías priorizadas que representan los problemas de salud más relevantes del país.
Desde el 2005 hasta el 2013 se han atendido más de 17 millones de pacientes GES. Sin embargo, no hay mediciones del impacto de estas intervenciones, tampoco hay evaluaciones de la calidad con que fueron entregadas. Las estadísticas disponibles en Chile nos siguen señalando que lo que importa a las autoridades y, en general, a los prestadores y seguros públicos y privados es cuánto se hace y cuánto cuesta, pero importa mucho menos evaluar si lo que se ha hecho ha servido y si se hizo con niveles de eficiencia, calidad y riesgo adecuados.
En este escenario, es de la mayor relevancia que la garantía de calidad se exija en forma obligatoria y se transparente, a través de la acreditación, cuáles establecimientos públicos o privados cumplen con los estándares exigidos. La garantía de calidad puede considerarse como la “garantía postergada”, ya que a nueve años de la publicación de la ley que la exigió, aún no se aplica. En efecto, la acreditación que permite constatar si esta garantía se cumple, hoy es voluntaria y sólo han logrado alcanzarla 15 hospitales públicos y 25 privados, más una serie de establecimientos ambulatorios. Lo anterior es un porcentaje mínimo respecto del total de instituciones a acreditarse.
Tres gobiernos sucesivos han postergado su aplicación obligatoria; de hecho, el actual Ejecutivo también posterga la exigencia de esta garantía hasta junio del 2016, es decir, pasarán 10 años para cumplir con esta exigencia. Las razones de las postergaciones son de diversa índole: falta de convicción y sesgos ideológicos para “proteger al sistema público”, no transparentando su actual nivel de calidad; decisión política para asignar los recursos financieros y técnicos que necesita un sistema de salud; decisiones políticas para introducir cambios culturales y organizacionales en los establecimientos de salud, que permitan mejorar las prácticas y procesos; y finalmente, no querer enfrentar el impacto de esta medida en el mercado privado de prestaciones de servicios de salud tanto en la oferta como en los precios. Es más impactante mostrarle a la población “cuántas personas se han atendido” que transparentar el nivel de calidad con que se hizo y el riesgo al cual fueron sometidas.
Es de esperar que la postergación de esta garantía sea la última, pero sólo será posible si las actuales autoridades del Ministerio de Salud asumen con convicción la necesidad de exigir a todos los establecimientos que deban acreditarse que lo hagan, sean públicos o privados, y ser coherentes con esa decisión política asignando recursos financieros para inversión y operación.
Por otro lado, asumir los costos políticos de implementar las reformas que se requieren en los hospitales públicos para lograr los cambios que permitan asegurar el cumplimiento de los estándares de calidad que exigen los procesos de acreditación y transparentan los resultados para que la ciudadanía pueda -con mayor información- exigir que los servicios que se les entreguen sean los que necesita y espera de acuerdo al nivel de desarrollo del país.